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Foto del escritorDiego Marqueta

Adversario

Adversarius: la formación del participio en latín advertĕre (dirigir frente a) que se convierte en contrario, contrincante. O sea, el adversario.

Y yo que tenía una visión mucho más romántica de la palabra. Ad-verso: el que lanza su palabra y su argumento contra el de otro. Pero claro, como nos recuerda Holmes, en los detalles está todo. Y no es lo mismo versum («palabra») que versus («contra»). Oponer ideas, desplegarlas sobre con elegancia sobre el tablero. Que en ese cruce de «tocados», como en esgrima, emerja la verdad. Y con deportividad admitir si estabas en un error. reconocer al adversario. Al fin y al cabo, cuando crees «ganar» el debate, has hinchado tu ego, pero te has ido con lo mismo con que entrasdte. Pero si «pierdes», has triunfado: eres el jugador que se despide del tablero con un conocimiento o una verdad que antes no tenía. Comunicamos para satisfacer nuestra necesidad primaria de atención. Comunicamos para que sucedan cosas. Sí. Comunicamos para vender. Pero: ¿qué fin más noble tiene la Comunicación que hacer que la verdad emerja? Aunque la Verdad está en mínimos de cotización. No nos interesa ni aunque sea solamente por crecer. La actualidad nos dice que puedes tener el adversario en las filas de tu partido político, o al otro lado de la frontera en Europa del Este. Cuando nos centramos en la verdad, aprendemos del pasado. Mi abuela Flora, que proviniendo de Narva, en la frontera entre Estonia y Rusia, siempre se refirió a la «maldita botaza rusa». Los delirios ego-/megalomaniacos no son nada nuevo de hoy. El bello lema olímpìco de Citius · Altius · Fortius se sustituye por Latius ("más extenso"). Pero lo que sucede a gran escala es reflejo de cómo conducimos nuestras vidas. La cantidad de ropa en nuestro armario es un buen indicador: No sólo nos genera más estrés/incertidumbre de qué ponernos. Es que estamos pensando en la camisa que vamos a dejar, más que la que vamos a ponernos. Igual que al elegir en la carta del restaurante: nuestra mente no está en qué plato disfrutar, sino en los que nos vamos a perder. Por eso desde hace tiempo nunca miro la carta del restaurante y le pido al camarero que me aconseje. Eso sí, aclarando el precio, no sea que el inquietante «pues fuera de carta tenemos…» se convierta en un clavo. Pero siempre parto del princpio de que a rtodo el mundo le gusta senbtirse valorado en su trabajo. Someterme al criterio del camarero, a quien confiaré el silenciar los rugidos de mi estómago. En la gran mayoría de los casos es una experiencia grata hacerlo así. Simplificar para comunicar, podríamos decir. Lo que siempre cuento en mis cursos y consultas. Pero me hago cargo de que en ocasiones resulta en un esfuerzo titánico. Dependiendo de las ganas del camarero, puedo acabar necesitando la comida sólo para recuperarme del diálogo. Algún caso que me ha sucedido (si tienes alguno similar, no dudes en decírmelo). – «Me gusta hacer caso al que sabe. Y aquí es usted: ¿Qué me recomienda comer?» – «Lo que usted desee». {Coño, que esa no era mi pregunta…} – «A ver, lo que yo deseo es saber lo que tú me recomiendas» – «Le puedo recomendar esto... y esto...» {Así hasta que me ha dicho casi toda la carta} – «Bueno. ¿Qué es lo que está más bueno aquí?» – «Todo está bueno». {Mi boca, entreabierta a lo Paco Martínez Soria} – «Vale, ¿qué es lo que más os piden aquí?» – «Pues piden esto… y esto…» {Así hasta que me ha dicho toda la carta, de nuevo} – «A ver. Si viniera tu abuela a comer, qué le servirías?» – «Es que está muerta, señor». Y en este punto es cuando cojo la carta en plan tablero Ouija. Meneo la mano en un par de movimientos circulares y a lo que caiga. –«Excelente elección, señor».

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