Todo ha sucedido antes. Por eso todo está en los clásicos.
Es casi imposible que cualquier situación no la hayan vivido antes miles de personas y que nadie haya escrito sobre ello en los últimos 3.000 años, contando desde Homero, como primer gran narrador con vigencia literaria.
Lo olvidamos y por eso nos permitimos pensarnos que vivimos en una gran tragedia. Porque no somos conscientes de que el esfuerzo que se nos pide es cada vez menor. Hoy por hoy, sencillamente quedarnos en casa para no contagiarnos y detener una pandemia del COVID-19. Por eso mismo se nos olvida lo de Plutarco en el capítulo Cayo Julio César («Vidas Paralelas»-Tomo IV. s. II d.C.): Clodio es un listillo que se cuela en la fiesta sólo para mujeres que organiza Pompeya (mujer de César) para venerar («orgía» lo denomina Plutarco; no era tonto el amigo Publio Clodio, no) a la diosa Bona. Le descubre Aurelia, madre de Pompeya, o sea, LA suegrísima.
Zas, se arma el lío. Sacrilegio. César castiga (si bien les perdona) tanto a Clodio como a la propia Pompeya. («Porque quiero que de mi mujer no se tenga ni sospecha»). Lo que luego se ha transformado en la famosa frase apócrifa «la mujer del César, además de ser honesta, debe parecerlo». Y luego nos escandalizamos de que un vicepresidente se salte la sensata cuarentena y se plante en Consejo de Ministros para soltar su cuatro de espadas. Ética y Estética suelen presentarse y desaparecer juntas.
La generación del 98 surgió en España como respuesta literaria a un período de decadencia económica y moral. España venía de perder Puerto Rico, Filipinas, Cuba («más se perdió en Cuba»). Aquel «Grupo de los Tres» (Baroja, Maeztu, Azorín) creció con aquellos veinte-/treintañeros Unamuno, Valle-Inclán, Benavente, los Machado…
El propio Azorín afirmó que «No podía el grupo permanecer inerte ante la dolorosa mediocridad española» («La generación del 98 y el problema de España» - Pedro Laín Entralgo. 2003). La situación era de pérdida. Era un dolor por el confinamiento a unas fonteras que, comparadas con lo que había sido el país, se hacían demasiado estrechas. Aquel grupo no quería la Restauración de la «Corona», sino de la Ética y la Estética que se habían esfumado del país. En su política, en sus calles, en sus gentes.
Todo aquello nos llega de golpe. O mejor dicho, lo vemos de golpe. Envueltos por un enemigo microscópico. COVID-19, invisible, que nos vuelve paranoicos. Puede estar en cualquier lado. Puede estar orbitando frente a ti mientras estas lineas; o frente a mí mientras las escribo. Aunque lo más seguro, si nos protegemos, es que ni a ti ni a mí nos pase nada, nos inquieta vernos coronados sin cesar por el virus en forma de esa Niebla que describía Unamuno en su «nivola» homónima: la capa de emociones e ideas que llenan nuestra mente, que rodea nuestras calles. Unamuno desafía a la novela cervantiana pasando de la acción física a la introspección y acción mental/emocional, propia de la «Nivola» acuñada por el propio Unamuno. Apropiada para estos días en que podemos conocernos mejor en nuestro asilamiento domiciliario del estado de Alarma. En aquella Niebla de Unamuno, Augusto Pérez vive su frustración por el rechazo final de Eugenia y quiere suicidarse. Antes de ello viaja a Salamanca para consultar al propio Unamuno, que se persona en estas sus propias páginas; éste se revela como su padre espiritual y creador (algo así como Dios). El suicidio de Augusto es inútil porque es el propio Unamuno el que le da vida y planifica la muerte de Augusto. Y es sólo entonces cuando Augusto se rebela.
Sólo cuando nos enfrentamos honestamente con la Realidad, cuando la comprendemos e interiorizamos, cuando la hacemos nuestra, cuando estamos dispuestos a hacer lo que es necesario, es cuando podemos rebelarnos (y revelarnos) de manera operativa. Rotunda. Definitiva. O lo suficiente para salir de ella de dos maneras: o venciendo curándonos como un equipo, o vencidos (pero convencidos) como individuos.
Y llega el momento en que se nos pide sensatamente que nos encerremos. Que permitamos que negocios, economía, burocracia queden detenidos. Y precisamente porque se detiene todo para todos, menos la vida, no perdemos realmente oportunidades. De hecho ganamos la ocasión única de vivir todo aquello para lo que alguna vez deseamos darle al botón de «pausa» a la vida. Leer, tanto libros como a nosotros mismos, conocernos. «Hoy es siempre todavía», que dijo Antonio Machado. No es perder tiempo, ni perder vida, sino ganarlos. Disfrutar de la oportunidad de hacer algo diferente, exótico, colectivo, que conduce a un bien común y superior: protegernos.
Época para ver y sentir: con ojos renovados lo que tenemos; la salud; nuestra casa como un templo; desde la ventana la calle vacía y su lenguaje propio; nuestra fragilidad y que todo puede quebrarse en un momento; que todo está conectado a nivel micro y macro; que lo que nos suceda depende más de cómo reaccionamos a las cosas más que las cosas en sí; que necesitamos cada cierto tiempo una disciplina como equipo que nos recuerde que todo funciona si estamos unidos, incluso en la individualidad.
Y época para actuar: hablar con tus seres queridos (o con la familia) y contigo mismo; aprender o recordar habilidades.
Tras conocernos paseando por el plano imaginario con un pie en la realidad, volvemos victoriosos al plano real. Como el Viaje del Héroe de Joseph Campbell que se repite a lo largo de toda la historia de la literatura: regresar del mundo desconocido (puede ser sencillamente estar aislado en tu casa, conociéndote) al mundo real con el elixir de la victoria.
No sé si para los «Episodios Nacionales» Pérez-Galdós se fijó en Aragón por ser un buen indicador de lo que pase, a escala, en el resto de España: es una región con bajo sesgo (distorsión en la selección de una muestra); alta precisión (poco error cuadrático medio) y alta consistencia (tendencia a converger al valor verdadero de un parámetro). O quizá buscaba una frase épica para poner en el futuro billete de 1.000 pesetas. Pero así se refería a Zaragoza, la "Florencia de España", en su destrucción durante la invasión francesa. En su realismo, Galdós hablaba de todo un país:
«Zaragoza no se rinde. La reducirán a polvo: de sus históricas casas no quedará ladrillo sobre ladrillo; caerán sus cien templos; su suelo abrirase vomitando llamas; y lanzados al aire los cimientos, caerán las tejas al fondo de los pozos; pero entre los escombros y entre los muertos habrá siempre una lengua viva para decir que Zaragoza no se rinde».
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