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  • Foto del escritorDiego Marqueta

De frente y por derecho


Si fuésemos 100% sinceros el 100% del tiempo aquí no seguía vivo nadie. Sobre todo cuando se confunde «sinceridad» con dar una opinión lacerante no solicitada. Y de remate si luego se añade «Es que yo soy muy clara hablando». Curiosamente a esta gente luego no le gusta nada que tú tampoco te cortes y se la devuelvas con tanta o mayor claridad. Al fin y al cabo, se creen con el monopolio de la «claridad retórica». En alguna ocasión hemos comentado que al cerebro le importa un pepino la Verdad. Lo que desea nuestra almendra es que lo que ve y oye sea:

  • congruente (ambas dimensiones sean parejas en intensidad);

  • coherente (alineadas en un mismo sentido o significado);

  • consistente (duradero, que dentro de un rato esta «verdad» seguirá siendo válida);

  • consecuente (que pueda explicar las posibles derivadas de esa situación).

Puede sonarte muy teórico, pero esa sintonía es básica cada vez que elaboramos la idea y desarrollo de una Presentación. Por no hablar de que está avalada por la UMCAV (Universidad de Mis Cojones Al Viento). En todos estos años que llevo metido entre diapositivas, pizarras y algunos escenarios, no he encontrado mejor manera de lograrla que ponerme en el lugar de quien me va a escuchar. Cuando haces una presentación estás abordando un tema que es del interés de la gente. Así que tienes la obligación ética de decir la Verdad. Pero no por una cuestión de filantropía, bonhomía o parecer el yerno deseado (que lo soy). Es por pura cuestión de supervivencia de la Presentación: que se cumpla el objetivo concreto de la misma tras exponerla. Además, cuando eres honesto en tu planteamiento aumenta la probabilidad de que tu discurso resulte original a la audiencia. Si tratas de impostar algo, seguramente ya se te han adelantado otras personas en ello. Y entonces crear un impacto positivo se convertirá en una misión parecida a ponerte a hacer sonreir a Batman o a los Pet Shop Boys. Un episodio personal Una anécdota que me lo dejó aún más claro. Estábamos mi amigo Víctor y yo haciendo fila en un evento de cata de vinos en Barcelona. 5 euros de entrada, te daban una copa y luz verde para probar los caldos de las más de 100 casetas que había de Denominaciones de Origen de toda España. Vista la longitud de la cola, pensé que me daría tiempo a buscar una toga y corona de laureles para hacer la cata de vinos como se debe: togado y tocado al estilo Nerón. Mientras salivaba pensando en los caldos y en la escena, le propuse a Víctor que esperase mientras me acercaba al fornido guardia de la entrada a consultar duración estimada de la espera. – «Buenas tardes, qué tal lo llevas. Oye, toda esta fila entiendo que es para este evento. ¿Para cuánto rato crees que hay?» – «Sí. Toda la fila es para este evento. ¿Tú conoces a alguien ahí dentro?» – «La verdad, pues no. No conozco a nadie.» – «¿Cuántos sois?» – «Somos dos. Mi amigo Víctor que está en al cola y yo». – «Pues ve a por él y entráis ya». Sin entender bien, fui a por Víctor, agradecimos y entramos. Pena no haber podido vestirme de Nerón, pero la prioridad era entrar. Si hubiese llevado ya mi corona de laureles, ésta se me habría descolocado al momento. Un par de horas después y tras haberme doctorado en geografía española a base de vinos tocaba honrosa retirada. Pero no sin antes saludar, volver a agradecer al guardia y plantearle la gran duda: – «Entre copa y copa me asaltaba la misma duda: ¿Por qué nos permitiste antes entrar así a las bravas? – «Pues porque llevo todo el día aguantando a fantasmas que quieren que les cuele diciéndome que conocen ahí dentro a este, al otro y al de la moto. Pero tú me viniste de frente y por derecho».

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