Para entender cómo enfoco mis sesiones con clientes, nada mejor que contaros una historia. Un día como hoy de 1977 se consumaba una semana trágica para el talento planetario: el 16 había muerto Elvis. El 19, Groucho. El 24, nacía yo. Ya en el parto (lo recuerdo perfectamente), el ginecólogo que me extrajo ofreció a mi madre parar e invertir el proceso, sin coste adicional. Como si fuera un chorizo (yo, no el ginecólogo). El tiempo ha confirmado que el ofrecimiento del simpático doctor era irreprochable. Pero claro, mis padres me habían tenido para la subvención y no podían echarse ni echarme atrás. Digamos que hijo «buscado» no es lo mismo que hijo «deseado». Pero no convirtamos este texto en un ejercicio de egocentrismo. Así que hablemos ahora de mí. En las primeras visitas al pediatra, éste ya diagnosticó que «Decir que el pequeño Marquetita es majete no es exagerar. Es mentir como un bellaco».
Y así arrancaba mi estancia por este mundo. Afortunadamente, mi madre obvió las evidencias y decidió que podía ser un buen nene. Así que disfruté de una feliz infancia. Una de las cosas más bonitas de la infancia es que tienes a tus 4 abuelos. Los míos eran gente de lo más interesante: La madre de mi madre, una insigne pianista y artífice de la ternera con salsa de olivas y almendras, en la cual no es que se pueda untar, es que se unge cual santo sacramento; el padre de mi madre, viajado comercial de productos detergentes y renombrado comentarista radiofónico taurino; la madre de mi padre, estoniana esperantista y en general políglota que se atravesó Europa en plenos albores de la II Guerra Mundial para casarse en Zaragoza con mi abuelo; el padre de mi padre, esperantista (de qué se iban a conocer si no mis abuelos) empresario de la fabricación de calzado y gran atleta y fotógrafo. Entre ellos 4 nunca faltaba una partida de guiñote: la pareja perdedora se tenía que encargar de pasearme por el parque. Para mantener su reputación no me miraban directamente y hacían como que era un niño que se había perdido por ahí. Creo que hasta los 4 años no les vi la cara a ninguno de ellos. Así se explica que yo fuera el único niño del parque que se tenía que columpiar solito. Como no me llegaban los pies al suelo, empecé a elucubrar sobre el principio de la conservación de cantidad de movimiento: si emitía un grito fuerte todo el aire de mi boca haría que me impulsase hacia atrás. De cómo conseguía el impulso contrario hablaremos otro día. El caso es que era un espectáculo verme columpiarme. Como lo siguió siendo, en diferentes entornos, en mi vida adulta. Una vez mi madre me compró un bollycao: para pagarlo me retuvo la mitad de la paga del domingo. Lo recuerdo bien porque solo tuve propina ese día de mi vida. Tras aplicar dicha retención, a la cual se añadió la comisión de apertura y corretaje que aplicó mi progenitora, deicidí que las 25 pelas restantes podía y debía invertirlas sabiamente. Siempre fui estricto con el lenguaje (quizá por eso tardé más de 2 años en empezar a hablar...hasta que me solté). Por tanto mi concepto de invertir el dinero era coger la moneda, darle la vuelta y ponerla de nuevo sobre la mesa. De mayor, la cosa tampoco se sofisticó mucho más.
Pero aquel bollycao traía un rectangulito de papel blanco de lo más satisfactorio: al rasgarlo hallabas dentro un cromo con jugador de fútbol, un personaje de la Pandilla basura o aquel personajillo verde, versión cañí del Slimer de Cazafantasmas - exacto, el «Toi» («Toi cansado», «Toi aquí»… ). Todo eso me hizo reflexionar en que a ver si llegaba pronto 1987 para que Bob Gaskins le vendiera su fracasado programita "Presenter" a un tal Bill Gates, el cual lo acabaría transformando en un tal PowerPoint.
Que el hecho de abrir el cromito era más emocionante que el cromo en sí. Sobre todo porque lo hacías con la panza llena de grasas saturadas. Porque a ver quién era el estoico que aguantaba con el bollycao al aire mientras abría el sobrecito del cromo.
Así, con 9 añitos, iba pensando en las posibilidades narrativas e inspiradoras que podías lograr extrayendo al ritmo adecuado ese cromo que supone tu diapositiva. O, sencillamente, tu mensaje. Por eso, los que habéis estado en mi curso, sabéis que os invito a cada persona a que encontréis ese cromo, ese punto de magia que todo proyecto posee. A veces por la solución que ofrece. Y en otras ocasiones, nada más y nada menos que por la manera en que define el problema.
No sé si tú eras más de Phoskitos, Bucanero, Bony, Pantera Rosa, Tigretón y guarradas por el estilo, haciendo feliz a tu dentista. Pero al final la gracia estaba en el cromo.
Todas estas reflexiones no podían perderse como lágrimas en la lluvia dentro de mi defectuosa mente de infante de los '80', así que me ponía a exhortar a mi amada familia sobre el tema. Pero mi hermanita en esa época ya tenía 2 años y, fruto del adiestramiento de mis padres, me lanzaba desde su sillita el chupete con certera precisión a mi boca. Y así fue como empecé a aprender la gracia del uso de los silencios al dar una charla.
O sea, lo mismo-lo mismo que cuando escribo.
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